El trastorno bipolar, anteriormente llamado «depresión maníaca» es una enfermedad mental que causa oscilaciones extremas en el estado de ánimo que van desde la euforia (manía o hipomanía) hasta la depresión.
El trastorno bipolar suele comenzar al final de la adolescencia o al comienzo de la edad adulta y aunque, generalmente, suele durar toda la vida, existe tratamiento (farmacológico y psicológico) y estas personas pueden llevar a cabo una vida totalmente normal.
Las causas del trastorno bipolar son multifactoriales y muchas veces, pueden no estar del todo claras. Factores genéticos, neurológicos, psicológicos y socio-familiares pueden confluir en la génesis del trastorno: predisposición o vulnerabilidad biológica, estrés psicológico, consumo de drogas, relaciones familiares conflictivas…etc.
Por todo ello, según mi experiencia clínica, considero de suma importancia a la hora de intervenir con estos pacientes, el trazar un esquema de cuáles son los factores predisponentes, precipitantes y mantenedores del trastorno, haciendo especial hincapié en los dos últimos.
En este sentido, son muchos los estudios que relacionan ciertas dinámicas familiares con la probabilidad de recaídas en el trastorno bipolar.
La emoción expresada fue un término acuñado por G.W. Brown, J.L Birley y J.K. Wing en 1972 para describir el ambiente emocional y la actitud de los cuidadores hacia el familiar enfermo, incorporando los aspectos clave de las relaciones interpersonales negativas (Vaughn, 1989; Kuipers, 1992).
Se considera que las familias con alta emoción expresada manifiestan hacia su familiar enfermo altas tasas de hostilidad, de sobreimplicación y de criticismo, motivo por el cual la intervención familiar es un aspecto terapéutico crucial.
Por otro lado, es importante trabajar con un análisis funcional de la conducta, donde el enfermo aprenda a identificar los pródromos, o lo que es lo mismo: señales tanto internas como externas que predicen la aparición de una fase maníaca o depresiva.
En cuanto a la manía, ésta suele ir precedida por momentos de agresividad, euforia, hiperactividad, interés por los excesos y dificultades en el control de los impulsos (gastar mucho dinero, beber y comer en abundancia, necesidad eminente de ocio y de contacto interpersonal, sentimientos de grandilocuencia, etc.); mientras que la depresión suele ir encabezada por sentimientos de apatía, baja motivación, culpabilidad, desesperanza e indefensión, baja autoestima y preferencia por la soledad.
Así pues, la severidad del trastorno viene determinada tanto por la intensidad y radicalismo de las crisis como por la frecuencia de las mismas, pudiéndose diferenciar 3 tipos de Trastorno Bipolar:
- El Trastorno Bipolar I: El enfermo ha sufrido una vez una fase maníaca (duración mayor a una semana o cualquier duración si ha sido necesaria la hospitalización). Esta fase maníaca puede estar precedida o no por una fase hipomaníaca o depresiva, no siendo necesaria para el diagnóstico de Bipolar tipo I, siempre y cuando se hayan cumplido los criterios para el diagnóstico de episodio maníaco (DSM-V).
- El Trastorno Bipolar II: El enfermo ha sufrido como mínimo un episodio depresivo mayor y al menos un episodio hipomaníaco (duración inferior a una semana sin requerimiento hospitalario).
- Trastorno ciclotímico: El paciente presenta durante más de 2 años (o un año en caso de niños y adolescentes) episodios combinados de hipomanía y episodios depresivos que no llegan a clasificarse como Depresión Mayor.
¿Por qué es suficiente la existencia de un episodio maníaco como criterio para el diagnóstico de Trastorno Bipolar? Pues bien, porque se ha demostrado que la mayoría de episodios maníacos suelen ir sucedidos por episodios depresivos y que cada episodio aumenta la probabilidad de aparición de episodios subsiguientes.
Es por ello que se torna tan importante la prevención de recaídas a nivel terapéutico. Pero para ello, no es suficiente con identificar los pródromos y actuar frente a ellos, sino que también es necesario cambiar las atribuciones de fracaso asociadas a esas recaídas. Y es que muchas veces, la desesperanza y frustración que les causa a los enfermos el estar «cayendo» desde el ciclo de euforia hasta el ciclo de tristeza, acaba perpetuando predisponiendo la temida depresión.
Por ello, es necesario que los enfermos aprendan a identificar y reconocer sus propias emociones, consiguiendo etiquetar cada una de ellas y ordenarlas en un continuo de agrado-desagrado, huyendo de los extremos.
Asimismo, es muy importante trabajar las distorsiones cognitivas que puedan surgir en cada fase con tal de favorecer la permanencia de un estado de ánimo intermedio y estable.
El último foco y quizás el más importante, es el entrenamiento en habilidades sociales e interpersonales, otorgando al paciente estrategias para dominar un estilo de comunicación predominantemente asertivo, con (relativa) independencia de su estado de ánimo.
Con todo ello y practicando la aceptación de uno mismo, estos enfermos pueden conseguir llevar una vida totalmente normal, siendo importante la implicación de los familiares y de la pareja en todas las fases del tratamiento.